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MIguel Martorell

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Cenizas y pinturas

lunes 13 de junio de 2022, 09:07h

·Por Miguel Martorell Linares, es autor de “EL EXPOLIO NAZI” Ed. Glaxia. Güttemberg, Director del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político, Facultad de CCPP y Sociología, UNED

El 31 de agosto de 1946, el oficial norteamericano Herbert Stewart Leonard se encaminó a la prisión de Núremberg para interrogar a Arthur Seyss-Inquart, quien fuera Comisario del Reich para los Países Bajos entre 1940 y 1945. Leonard, nacido en 1908, era historiador del arte, profesor, y antes de la guerra había dirigido un pequeño museo en Zannesville, Ohio.

Al igual que otros muchos compatriotas se alistó en el ejército en 1941, tras el bombardeo de Pearl Harbour. Nada tiene de extraño que acabara destinado como oficial en la MFAA, la unidad militar más conocida como los Monuments Men, encargada de investigar el expolio de bienes culturales llevado a cabo por el Tercer Reich, localizar el patrimonio robado y sentar las bases para la restitución a sus legítimos propietarios.

En el verano de 1946, Leonard investigaba la participación de Herman Goering en el pillaje artístico con el fin de documentar los cargos que se formularían contra el segundo hombre del Tercer Reich en el juicio contra la cúpula nazi que en el otoño se iban a celebrar en Núremberg. Y Seiss-inquart tenía muchas cosas que contar al respecto.

Arthur Seiss-Inquart había desempeñado tres cargos relevantes en la expansión territorial del Tercer Reich por Europa: entre marzo de 1938 y octubre de 1939 fue su máximo representante en Austria, de octubre de 1939 a mayo de 1940 ocupó la secretaría de Estado del Gobierno General de la Polonia y en mayo de 1940 Hitler le designó Comisario del Reich para los Países Bajos. En los tres destinos llevó consigo a Kajetan Mühlmann, historiador del arte y oficial de las SS. Desde sus despachos de Viena, Varsovia y Ámsterdam, ambos sentaron las bases que habría de seguir el expolio nazi de obras de arte en los territorios que gobernaban.

Así pues, Seyss-Inquart podía ofrecer mucha información sobre el papel de Goering en el expolio y Leonard se dirigió el 31 de agosto de 1946 a la cárcel de Núremberg dispuesto a sonsacarle. Sus preguntas fueron claras y precisas. Y a todas Seyss-Inquart dio réplicas vagas y difusas. Es comprensible que intentara no comprometerse, pero lo que debió de irritar a Leonard fue que el preso aprovechara cualquier ocasión para alardear sobre sus conocimientos artísticos, sobre su buen gusto, sobre su condición de fino connoiseur.

De un cuadro de Corot aseguraba que era “una bellísima pintura”. Otro de Vermeer le pareció “espléndido”. En una colección confiscada había disfrutado de un van Dyck y otros “cuadros hermosos”. Seyss-Inquart hablaba y hablaba de pintura como si ambos estuvieran disfrutando de una agradable sobremesa tras visitar un museo. Y es fácil intuir la irritación de Leonard, cuyas preguntas eran cada vez más escuetas y desabridas. No había pasado ni media hora cuando el austriaco empezó a ponderar por enésima vez la belleza de una pintura, esta vez un viejo grabado de la colección que acumuló Martin Bormann, que “le había gustado mucho”. Harto ya de tanta petulancia fuera de lugar, Leonard le paró en seco y le espetó:

“Estamos haciendo un esfuerzo por recuperar las pinturas expoliadas y devolvérselas a sus legítimos dueños. Pero en una caja fuerte de Frankfurt hemos encontrado contenedores con metales valiosos extraídos de los cuerpos antes de llegar al crematorio. ¿Cómo pueden devolverse a sus propietarios?”

La pregunta descolocó a Seyss-Inquart: “No entiendo muy bien a dónde quiere ir a parar con esta conexión”, replicó. Pero Leonard tenía muy claro qué había querido decir al vincular los crematorios con el expolio de obras de arte. Quería denunciar que existía un nexo directo entre este saqueo y el Holocausto, dejar constancia de que los nazis acrecentaban sus colecciones artísticas, alardeaban de sus conocimientos y buen gusto o se emocionaban ante unos cuadros de Rembrandt, Rubens o van Dyck mientras exterminaban a sus propietarios junto con todas sus familias y vecinos.

Quería decir, también, que el pillaje de obras de arte solo era un episodio más en la requisa de todos los bienes que poseían los judíos solo por el hecho de ser judíos, ya fueran ricos o pobres, ateos, agnósticos o creyentes. Un saqueo que comenzó con las propiedades de más valor, como las empresas, las cuentas bancarias o las obras de arte. Que prosiguió con el robo de cuanto tenían en sus casas al ser deportados: desde las vajillas hasta los paraguas, pasando por las bombillas, la ropa o los juguetes. Que continuó tras su llegada a los campos de exterminio donde dejaron las últimas posesiones que llevaban consigo: maletas, abrigos, relojes, ropa interior. Que concluyó con el despojo de sus cadáveres antes de que fueran convertidos en cenizas.

Herbert Stewart Leonard tenía razón: existe un vínculo directo entre el expolio nazi de obras de arte y el Holocausto. Él lo vio claro porque en 1946 aún estaba muy presente el horror de los campos de exterminio. Casi ochenta años después hemos perdido esta perspectiva y la conexión entre el expolio y el exterminio de millones de personas parece más borros y difusa. Pero es preciso que la tengamos presente cada vez que leamos en la prensa alguna noticia relacionada con el expolio nazi, porque los cuadros procedentes del expolio están marcados con sangre y con cenizas.

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