Hace unos días se acaba de lanzar el libro de Bob Brier “Tutankamón, la tumba que cambió el mundo”, libro y por supuesto las reacciones más furibundas hacia su verdadero protagonista en mi opinión: El egiptólogo Howard Carter quien descubrió o sacó a la luz las maravillas que se escondían en aquellas cámaras funerarias del Valle de los Reyes.
Por fin se ha hecho oficial. Carter robó y comerció ilícitamente con varios objetos que sustrajo de la tumba previamente a la puesta en escena de su apertura el 26 de noviembre de 1922. Todo el mundo lo sabía: el Museo del Cairo, la Universidad de Oxford, Lord Cavernon y los muchos museos que le compraron piezas mientras vivía y sobre todo cuando murió en 1938. Pero todo el mundo calló como una perra.
Como experto en arte jamás excusaré el robo de Carter ni su falta de honestidad con las autoridades que confiaron en él. Un ladrón lo es hoy y hace 200 años, sino que se lo digan a Napoleón, pero como historiador y vaya por delante que me cisco en sí el colonialismo es políticamente incorrecto, el revisionismo materialista y la Cultura de Cancelación, quisiera aclarar que Carter era fruto de su tiempo. Traslademos hasta entonces.
Carter llega a Egipto en 1890 cuando el colonialismo victoriano está en pleno auge. De hecho Egipto era un protectorado inglés. No sería raro que el inglés quisiera emular a Heinrich Schliemann, el alemán que excavó la antigua Troya o incluso a Champollion. En su mente victoriana, sería una cuestión de caballerosa deportividad. Podría entender incluso el gran desprecio que sentiría el inglés en tener que dar explicaciones a las autoridades nativas egipcias o al Servicio de Antigüedades Egipcias que entonces dirigía Gaston Maspero, un francés, por cierto que también barria para casa.
Carter era un aventurero con aspiraciones a arqueólogo. No tenía estudios específicos ni de historia y de arqueología. Fue un autodidacta alabado por su técnica para encontrar necrópolis (antes de 1904 ya había encontrado 3 tumbas). Pero sus aspiraciones eran la fama y la fortuna. Parafraseando a Kennedy, entendió perfectamente lo que la arqueología le podía aportar a él, antes que lo que él, podía aportar a la arqueología. Añádase a Lord Cavernon, un playboy de la época que financió inicialmente la excavación pero que lo único que le interesaban eran los coches de carreras y presumir de antigüedades egipcias con una muerte misteriosa, y que no fue tal, Argumento de peliculita de aventuras de sábado por la tarde.
Los museos o sí prefiere la museística de entonces, no tiene nada que ver con la actual. Se creían templos del saber y del poder de potencias que jamás pensaron que un día perderían sus colonias. Acaparar y tener lo que otros no tenían en sus salas era el objetivo, fundamentalmente porque pensaban que aquellos tesoros se perderían si caían en manos de
salvajes. La cosa continúo así hasta los 70, aunque
los rusos continúan con esa tradición respecto a Ucrania.
En el caso de Carter lo robado y vendido por el o sus descendientes debe ser devuelto, no cabe duda. Fue un expolio en toda regla. Se siente por el Metropolitan, el Museo de Brooklyn, el museo del Estado de Sajonia, el Louvre, el Museo de Kansas City y vete a saber cuantos más. El libro de Brier indica la trazabilidad de piezas robadas y en que salas de subastas se vendieron, como no.
Demos pues la bienvenida a Howard Carter al Club de los Grandes Pecadores del Arte aunque sea con 100 años de retraso, pero con todos los honores.
P.D. Por cierto, Carter nunca recibió honores del Gobierno británico. Sin embargo, en 1926, recibió la Orden del Nilo del monarca Fuad I de Egipto I, fue nombrado doctor Honoris Causa por la Universidad de Yale y miembro de honor de la Real Academia de Historia de España.