Desde el pasado 13 de agosto, en que se inició el incendio de Las Médulas, no me atrevo a encender la televisión ni a leer la prensa. Temo encontrarme con las imágenes de un paisaje que me ha acompañado desde la infancia convertido en humo y ceniza, como si perderlo de vista en la pantalla o en la página del periódico me librara del dolor de perderlo en la realidad. Tampoco llamo ni pregunto a mis conocidos de la zona preguntando por la situación. Me estoy comportando de manera cobarde, lo sé, escondiéndome sin hacer frente a una situación que me supera, por el mero hecho de mantener Las Médulas vivas en mi memoria unos días más. Unas semanas quizás.
He crecido visitándolas desde muy pequeño, acompañado por mis padres y hermanos. Eran años en los que, a falta de infraestructura turística, un hombre, para mi anónimo, se ganaba unas pesetas alquilando linternas, que guardaba en el maletero de su coche, a los curiosos amantes de la aventura dispuestos a adentrarse en las galerías excavadas por los romanos. Para un niño, aquella oscuridad a la luz de las linternas tenía un misterio irresistible: ¿por qué no pensar que una pepita de oro podía aparecer en cualquier rincón? Aquel lugar no solo fue parte de mi infancia: también de mi juventud y de mi adultez. El primer sitio, por ejemplo, al que llevé a la que hoy es mi mujer, nada más recogerla en la estación de León, antes incluso de llevarla a mi casa junto al Sil, fue al Mirador de Orellán. Quise que llegara con los ojos tapados hasta el borde, para que la visión se grabara en su memoria con la misma fuerza con que estaba grabada en la mía. Desde entonces, y a lo largo de mis 53 años, he llevado a amigos, familiares y conocidos, orgulloso de compartir ese tesoro... Todavía hace apenas dos semanas recomendé a una compañera de trabajo que las visitara y disfruté viendo su entusiasmo al volver.
Mi vínculo con Las Médulas no ha sido solo emocional. Uno de los últimos proyectos en los que me impliqué como miembro de la Junta Directiva de Hispania Nostra estaba precisamente dedicado a ellas: aplicaciones de realidad virtual y aumentada que permitían, entre otras cosas, seguir con el móvil parte del trazado de los más de 600 kilómetros de canales que llevaban agua al complejo minero. Era, en cierto modo, un modo de devolver vida al pasado, de poner la tecnología al servicio de la memoria.
Hoy, sin embargo, la memoria arde. Arde la memoria de un territorio, de un país, de una civilización. Arde un patrimonio que la UNESCO reconoció como de la Humanidad, porque lo que en él se conserva no pertenece solo a los bercianos ni a los leoneses, sino al mundo entero. Desde la Antigüedad, los conquistadores arrasaban los territorios sometidos con fuego. No era solo una estrategia militar: era un modo de borrar la memoria y de escribir otra, la del vencedor. Hoy, aunque las llamas no respondan a ejércitos, el efecto es el mismo: el olvido impuesto a golpe de ceniza. Solo vencidos, ningún vencedor.
Ninguno de los posibles actuales lectores de este artículo podrá volver a contemplar los castaños centenarios que se han perdido. Eran herencia de nuestros ancestros, raíces vivas que nos unían a ellos y que se han consumido sin remedio. Porque no existe diferencia entre patrimonio natural y patrimonio cultural. Arde el paisaje y arde la historia. Arde el bosque y arde el legado humano. Las Médulas, quizá más que ningún otro lugar, nos enseñan esa verdad: que lo natural y lo cultural forman un todo indivisible.
El proyecto en que me hallo inmerso ahora mismo, Camino del Asombro, no es totalmente ajeno al desastre acontecido en Las Médulas. El fuego ya visitó en su día el Alcázar de Segovia, convirtiendo los artesonados de nuestro Monasterio de San Antonio el Real en el último e imprescindible vestigio de aquellos artesanos que con su lacería decoraron los techos de Enrique IV en Segovia. Aquel incendio hizo desaparecer no solo materia, sino también un testimonio de la destreza de quienes lo hicieron posible, la huella de un tiempo irrepetible. Esa misma lección vuelve hoy, amarga y conocida, en forma de montes calcinados y de galerías que ya no se verán arropadas por la sombra de los castaños durante, al menos, décadas. Las llamas no distinguen entre piedra, madera o paisaje
El silencio y la contemplación de las cenizas nos deja entrever, lo que podría ser el futuro si seguimos actuando con la misma ceguera: un páramo sin recuerdos, sin pasado y sin futuro. Y, sin embargo, quiero aferrarme a la esperanza. La esperanza de que nuestra dejadez actual, motive la toma de actuaciones efectivas futuras que permitan que nuestros nietos y bisnietos puedan volver a disfrutar del patrimonio de unas Médulas envueltas en castaños centenarios. Esa esperanza no vendrá, seguramente, de unas administraciones públicas cada vez más politizadas y ajenas a lo que de verdad importa. Vendrá de la custodia del territorio por parte de la sociedad civil y de las entidades locales, de quienes sienten la tierra como propia y entienden que el legado de nuestros ancestros no se negocia ni se posterga: se transmite, íntegro, a quienes han de venir después. Si algo nos deben enseñar las llamas es que el tiempo no espera. Y que no basta con soñar.