De acuerdo con las estadísticas, entre el 85% y el 90% de las actividades arqueofurtivas se llevan a cabo con el auxilio de aparatos detectores de metales. A pesar de que la cifra negra del expolio arqueológico es muy importante, y debemos ser muy prudentes a la hora de llegar a conclusiones, son porcentajes bastante significativos para pasar inadvertidos o ser ignorados.
Este escrito es una síntesis del artículo recientemente publicado en la revista Felibrejada, cuyo original adjuntamos, junto con su traducción al castellano. En el artículo hay bastante más información y un apartado dedicado al funcionamiento, tipos y accesorios de los detectores, que ahora omitimos en función del espacio disponible. Además, en el artículo original, pueden consultarse las notas y bibliografía correspondientes.
Los aparatos detectores de metales
En las últimas décadas, el uso del detector de metales ha sido generalizado e intensivo por parte de los arqueofurtivos.
En Andalucía se empezó a denominar “piteros” a sus usuarios –atendido el sonido que emite el aparato- y ha terminado siendo un erróneo sinónimo de “arqueofurtivos”, extendido prácticamente por toda la península.
Como estos aparatos son fácilmente identificables, ha propiciado muchas de las actuaciones policiales y, en consecuencia, resoluciones judiciales. Desde un principio, la propaganda de fabricantes y distribuidores de estos aparatos ha sido muy explícita sobre su utilidad para buscar tesoros. También desde el principio los arqueólogos han mostrado su aversión hacia los mismos. Todo ello ha contribuido a asociar el detector con el expolio arqueológico. Lamentablemente, también ha contribuido a que otras actividades arqueofurtivas, proporcionalmente más graves, pasen prácticamente desapercibidas.
El detector de metales es un aparato sensible a la presencia de objetos metálicos. Puede formar parte del kit arqueofurtivo, pero no es imprescindible e incluso, cuando las cronologías interesadas son anteriores al uso de los metales, absolutamente inútil. A pesar de ello, su indiscriminada e intensiva utilización ha terminado por afectar en más o menos medida a todas las cronologías y tipos de yacimientos, razones que motivan dedicar a este aparato una especial atención.
Historia de la detección
Su funcionamiento se fundamenta en la conductividad de los metales. Todos los metales, en uno u otro grado, son conductores y sensibles a la inducción electromagnética.
Se considera que el inventor del detector de metales fue Alexander Graham Bell. El descubrimiento se vincula al atentado contra el presidente de los Estados Unidos, James A. Garfield, el 2 de julio de 1881. Una bala quedó alojada en el interior de su cuerpo y era muy urgente localizarla, por si era posible su extracción sin peligro –los rayos X no se descubrieron hasta 1895-. El astrónomo Simon Newcomb (1835-1909) había “descubierto” un detector de metales, pero se encontraba en fase experimental con problemas en cuanto a advertir el momento justo de la detección. Alexander Graham Bell (1842-1922) ofreció su colaboración añadiendo el timbre de su recientemente inventado teléfono (patentado en 1876). El detector resultante, Induction Balance, se probó con éxito en varias personas, pero, falló con el presidente (no se tuvieron en cuenta los elementos metálicos de la cama), que murió el 19 de septiembre de 1881. En definitiva, a pesar de las versiones oficiales, parece que el detector fue en todo caso un invento compartido entre Newcomb y Bell.
Entre las diversas aportaciones desde entonces, destaca el invento en 1924 del detector electromagnético Radio detector por el norteamericano Daniel Chilson. Todavía más destacable, es la del alemán Gerhard Fisher, que trabajaba en la Research Engineer en Los Ángeles, quien en 1925 “inventó” el detector de metales manual –el que utilizan los arqueofurtivos-, el Metallascope, patentizado en 1931.
Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se investigó a fin de poder utilizarlos para localizar minas. Con un diseño de los militares polacos se comenzó a producir en 1941. Los modelos actuales siguen todavía este diseño.
Después de la guerra se utilizó para limpiar de minas y chatarra los campos europeos y, durante estas tareas, no dejaron de encontrarse numerosos vestigios arqueológicos.
Cuando el ejército norteamericano se retiró de Europa, se deshizo de excedentes, entre los cuales había numerosos detectores. Las experiencias vividas durante las tareas de limpieza de explosivos, incentivaron su adquisición por parte de muchas de las personas que habían colaborado, convirtiéndose en los precursores del uso “lúdico” a gran escala. El modelo de detector más popular era el SCR-625. Se empezó a fabricar en 1942 y llegó a ser el detector de minas estándar del ejército norteamericano. Pesaba unos tres quilos y medio, con una capacidad de detección de entre quince y treinta centímetros.
La introducción de los detectores en la península Ibérica y su expansión
En la península ibérica, los primeros detectores también los facilitaron los militares americanos de las bases aéreas de Morón de la Frontera (Sevilla), Torrejón de Ardoz (Madrid), Zaragoza y la naval de Rota (Cádiz), aunque primero los “probaron” ellos mismos (probablemente en razón a las experiencias vividas o explicadas por sus compañeros de Francia, Italia, Grecia...).
Además de “probarlos”, los americanos hicieron negocio distribuyéndolos, sea directamente o a través de los trabajadores de las bases. En este sentido, parece que el foco principal fue la base de Morón. El apodado “Barbero de Lantejuela”, peluquero en la base, fue posiblemente el primer concesionario de detectores en territorio español. Alquilaba los aparatos a los desempleados y jornaleros, quedándose con la mitad de los hallazgos.
La distribución comercial se inició durante los años setenta del siglo pasado en los Estados Unidos. La rápida expansión y uso indiscriminado motivó una Recomendación del Consejo de Europa en 1981. Volviéndose a insistir, diez años después, en el marco del Convenio europeo para la protección del Patrimonio Arqueológico, celebrado en La Valeta (Malta).
Como medida defensiva, muchos arqueólogos sembraron literalmente los yacimientos de objetos metálicos (clavos, virutas, chapas...) para confundir las detecciones y hacerles desistir. El éxito fue, más bien, escaso.
Si bien en los años setenta del siglo pasado se pueden caracterizar por la expansión de los detectores, los ochenta fueron cuando el arqueofurtivismo alcanzó la máxima intensidad e impunidad. Incluso yacimientos prehistóricos eran explorados con detectores, a pesar de su inutilidad. No fue hasta la promulgación de la ley estatal de patrimonio, en 1985, y, a partir de esta, el desarrollo de las autonómicas que empezaron a regularlo. A partir del nuevo Código Penal, en 1995, proliferaron los operativos policiales.
Hoy día, los casos de arqueofurtivos que utilizan aparatos detectores de metales para llevar a cabo su actividad, continúan en todo el territorio estatal. Es una realidad difícilmente discutible, y fácilmente contrastable, por cuanto los detectores casi siempre aparecen entre los instrumentos decomisados en los operativos policiales sobre expolio arqueológico. Es cierto, que la problemática de su uso indiscriminado ha menguado sensiblemente, gracias tanto a la concienciación de los propios detectoristas -interesados en normalizar su actividad- como al esfuerzo de la Administración y legislativo. También es cierto, pero, que las denuncias no han cesado y la cifra negra sigue siendo importante.
Medidas legislativas
Cuando se trata este tema, se acostumbra a pasar por alto el contenido del Código Civil. En el título dedicado a la ocupación, como modo de adquirir la propiedad, destacan tres artículos que nos afectan directamente.
El artículo 615 dice que quien encuentre una cosa mueble deberá restituirla al anterior poseedor y, si este es desconocido, deberá consignarla inmediatamente al ayuntamiento del municipio donde se haya producido el hallazgo. Es decir, no nos podemos quedar directamente con lo que encontremos -sea con o sin detector-. De acuerdo con el contenido del mismo artículo, deberán transcurrir hasta dos años para, en caso de no aparecer el propietario, poderse adjudicar al “descubridor”. El siguiente artículo, el 616, estipula la obligación del propietario a compensar económicamente al descubridor y el artículo 617 afirma que los derechos sobre los objetos lanzados al mar o sobre los que las olas lancen a la playa, se determinarán por leyes especiales.
En definitiva, basándonos en esta normativa -vigente desde el siglo XIX-, nos podríamos haber ahorrado mucha polémica y haber regulado o directamente prohibido las búsquedas con detectores de metales, tanto en tierra firme como en el medio subacuático.
Los intentos de regulación llegan, pero, muy tarde. Debe hacerse mención de una temprana reacción legislativa con la Orden de la Dirección General de Política Interior del Ministerio del Interior de 23 de abril de 1980, un año antes de la primera recomendación europea. Dirigida a todos los gobernadores civiles, instaba a la máxima colaboración con las autoridades delegadas del Ministerio de Cultura. A pesar de ello, ni esta Orden ni la Ley estatal de 1985 -que no hace mención alguna, directa o indirecta, a los detectores- consiguieron frenar el fenómeno, aunque sí iniciar el proceso.
Serán las leyes autonómicas las que tratarán la problemática, aunque no de manera uniforme.
En las últimas décadas, la experiencia, avalada por innumerables operativos policiales, ha constatado que el uso incontrolado de los detectores ha tenido, y todavía tiene, una notable incidencia sobre el patrimonio arqueológico. Las distintas medidas adoptadas por las administraciones autonómicas han resultado más efectistas que eficientes. Resulta evidente que hace falta más decisión y firmeza para encarar esta endémica situación.
Todo ello ha motivado que la tendencia actual sea la de prohibir directamente la libre detección metálica. Andalucía ha sido la primera comunidad en gestionar la prohibición (2018), aunque sin conseguir hacerla efectiva hasta el mes de febrero de 2024 (artículo 60 de la Ley 14/2017 del Patrimonio Histórico de Andalucía). La Comunidad de Madrid se adelantó unos meses con el artículo 71 de su nueva Ley 8/2023. Aun así, hay autonomías, como Aragón o Valencia, que prefieren mantener la regulación -mediante la preceptiva autorización- actualizando el importe de las sanciones.
Una propuesta: platos prohibidos
Las experiencias de los últimos decenios, conducen a proponer la prohibición, sin tapujos, de la libre detección metálica y similares. Las legislaciones de patrimonio cultural deberían de ser modificadas o incluir un artículo con el contenido siguiente:
Prohibir expresamente el uso de detectores de metales y otros dispositivos, herramientas o técnicas similares, a excepción de los supuestos expresamente autorizados por la administración competente y en los vinculados a las intervenciones arqueológicas autorizadas, los cuerpos de seguridad y servicios de emergencia, en el ejercicio de sus respectivas funciones.
Sobre este texto, deben realizarse una serie de precisiones:
Los rápidos avances tecnológicos ponen a disposición del público otros instrumentos con las mismas funciones -superiores incluso- que los detectores de metales (georradares, magnetómetros, gradiómetros, detectores iónicos...). En previsión, debe hacerse mención expresa y genérica a los mismos en el texto (“otros dispositivos, herramientas o técnicas similares”), evitando ser superado en breve.
No se pueden hacer excepciones en espacios como las playas -las prospecciones han confirmado la existencia de numerosos fondeaderos por todo el litoral- o alta montaña -donde en la actualidad se llevan a cabo intervenciones arqueológicas con resultados insospechados hasta hace poco tiempo-.
Una primera y lógica excepción son las fuerzas y cuerpos de seguridad (ejército, guardia civil, policías estatales y autonómicas, agentes rurales...), así como los servicios de emergencia (bomberos, protección civil...), aunque siempre en el ejercicio de sus funciones.
Una segunda excepción, mucho más limitada y reglamentada, serían las empresas y profesionales que necesiten utilizar alguno de estos aparatos.
Otra excepción, también debidamente reglamentada, serían las asociaciones de detectoristas. Un inciso. Entiendo que los detectoristas son las personas que, con la ayuda del detector, localizan objetos metálicos, sin importarles su valor cultural o crematístico. Su interés radica únicamente en encontrar el objeto, superando dificultades en cuanto al tamaño, posición, profundidad en la que se encuentra, materialidad del mismo, mineralización del suelo… En este sentido, conseguir localizar un pequeño fragmento de aluminio puede ser tanto o más importante que una pepita de oro. Ahora bien, cuando su objetivo es encontrar objetos por su valor -sea el que sea- y la detección no es la finalidad sino el medio, es cuando surgen los desencuentros legales.
En nuestra propuesta, entendemos que el detectorismo aficionado y deportivo debería practicarse en espacios acotados (como es habitual en muchos deportes), libres de bienes arqueológicos y afectaciones al medio natural, debidamente autorizados. Estos espacios podrían ser tan grandes como se requiriera (del tamaño de un campo de fútbol, de golf o más). Las asociaciones podrían alquilarlos o comprarlos.
Asimismo, la celebración de actividades lúdicas fuera de dichos espacios -torneos entre detectoaficionados, jornadas de “descontaminación”- deberían ser expresamente autorizadas con condiciones y limitaciones. Los detectoaficionados podrían también colaborar con las fuerzas de seguridad, servicios de emergencia e intervenciones arqueológicas regladas. No se trata de ir en contra de los detectoristas, sino de erradicar a los expoliadores que utilizan el aparato para llevar a término la actividad arqueofurtiva
En el caso de las intervenciones arqueológicas, las preceptivas autorizaciones deberían permitir siempre el uso de estos instrumentos. Únicamente requiere incluir o modificar los correspondientes reglamentos de desarrollo, para hacerlo posible y evitar tener que gestionarlo cada vez.
Para garantizar la efectividad de la propuesta, debe completarse son tres adiciones en el régimen sancionador administrativo. Primero, la infracción que comportaría el uso no autorizado de todos estos instrumentos se calificaría de leve, grave o muy grave en función del daño potencial o efectivo al patrimonio arqueológico. Segundo, considerar como agravante su uso no autorizado con la finalidad de realizar búsquedas de patrimonio arqueológico, siendo posible en estos casos hasta cuadriplicar el importe de la sanción. Finalmente, el último supuesto comportaría además el comiso de todas las herramientas, aparatos y accesorios utilizados.
Para que sea posible el comiso indicado con carácter definitivo y garantizar la seguridad jurídica, sería necesaria una disposición adicional, habilitando de forma expresa a los cuerpos de seguridad para poder llevarla a cabo.
Esta propuesta ha sido presentada, tanto en el proceso participativo de la fallida modificación de la ley estatal, como en el de la nueva ley catalana. Es una aportación que esperemos acabe prosperando. A pesar de ello, deberá continuarse insistiendo, hacer difusión y concienciación social.